2006-11-20
La foto de la niña y el buitre. Si tiene un mal día, no lea este post (en serio)
Ojo, que el aviso del título va completamente en serio. La imagen escogida como icono para hoy no es nada agradable: el premio Pulitzer de fotografía de 1994. La fotografía de un buitre esperando la muerte de una niña durante la hambruna de Sudán.
Luego no diga que no le avisé...
Darfur, sur de Sudán. Marzo de 1993. El fotógrafo sudafricano Kevin Carter visita la región para hacer un reportaje sobre el movimiento rebelde en la región. Sin embargo, al llegar y encontrarse con los horrores del Hambre, comienza a retratar a sus víctimas. En la aldea de Ayod se encuentra con una niña de unos 4 o 5 años, que va de camino a un centro de refugiados. Carter toma varias fotos, y al retirarse, observa como la niña se para a descansar, y un buitre se para a su lado. Esperando. Según cuenta el propio Carter, después de tomar varias fotos y esperar durante veinte minutos (por si el buitre desplegaba sus alas, aumentando así el dramatismo de la imagen), ahuyentó al buitre y cuando la niña siguió su caminio se alejó del lugar, se sentó debajo de un árbol y se echó a llorar.
El 23 de marzo la foto apareció publicada en el New York Times, levantando una oleada de preocupación por la suerte de la niña. Tan sólo se sabe, según publicó el NYT, que la niña siguió caminando tras alejarse el buitre. No se sabe si llegó al centro de distribución de alimentos, a apenas cien metros. A los periodistas se les dijo expresamente que evitaran todo contacto con los refugiados, por el riesgo de enfermedad.
Esta es una de las fotos más brutales que jamás se ha publicado, y levanta emociones aún mucho más intensas que la de la famosa niña quemada en Vietnam, o las imágenes de cadáveres de niños tras los bombardeos que la mayoría de medios se niega a publicar. La sensación de desesperanza y de impotencia es tan inmensa que no deja indiferente a nadie, aún cuando a estas alturas ya estamos más que vacunados contra imágenes impactantes.
Es, también, una de las fotos más polémicas, y sobre la que más se ha hablado. En cualquier debate sobre la ética o la implicación del fotoperiodista en las acciones que cubre, sale como ejemplo. Cientos de artículos se han escrito sobre la misma.
La biografía del autor, Kevin Carter, es un elemento importante a tener en cuenta: nacido en Sudáfrica en 1960, a los 23 años empezó a trabajar como fotógrafo deportivo en periódico local (antes, durante su adolescencia, ya había recibido alguna paliza por ser un blanco que se oponía al apartheid). Un año después, cuando estallaron las revueltas raciales de 1984, cambió de periódico y empezó a documentar las brutalidades del apartheid. Pronto, el y sus colegas del Bang Bang Club (Ken Oosterbroek, Greg Marinovich y Joao Silva, todos ellos blancos) se hicieron un hueco en la historia del fotoperiodismo por su cobertura, con gran riesgo de sus vidas, de la violencia de los disturbios urbanos en el país, algo que hasta ese momento tan sólo algunos fotógrafos negros habían osado reflejar. La brutalidad de las imágenes de pesadilla que vivieron y de las revueltas es difícil de describir, y sus fotografías fueron más difundidas en el extranjero que en la propia Sudáfrica, donde eran objeto de censura y en varias ocasiones fueron detenidos.
Fue acompañado de Joao Silva como Carter llegó a Sudán. Según Silva, después de tomar la imagen, Carter cayó en una depresión y repetía que quería abrazar a su hija, de corta edad por aquel entonces. Durante los meses siguiente comentó en varias ocasiones a sus allegados que se arrepentía profundamente de no haber hecho nada por la niña.
En mayo de 1994, catorce meses después de realizar la foto, Kevin Carter recogía en Nueva York el Pulitzer de fotografía de ese año, y llegaba a un acuerdo con Sygma, una de las agencias de fotografía más importantes del mundo. Dos meses después, aparcaba su furgoneta cerca del río donde jugaba de niño, enchufaba una manguera al tubo de escape y se suicidaba a los 33 años. Una década de contemplar la brutalidad a la que puede llegar el hombre, varios trabajos fallidos y sobre todo, la muerte en abril de Oosterbroek, su mejor amigo, durante unos disturbios que él mismo había fotografiado poco antes (y en los que también fue herido Marinovich), acabaron por pasarle factura.
Desde luego, yo, cómodamente sentado frente a las 19" del monitor de mi ordenador, y que vivo en una situación sin lujos, pero en la que nunca me ha faltado un plato de comida que llevarme a la boca (toco madera), no puedo pretender ni de lejos meterme en la piel de Kevin Carter y nisiquiera puedo tener la osadía de intentar pensar que hubiera hecho yo en su situación. Para eso tendría que haber vivido su vida, y haber estado en Sudán ese día. Lo único que puedo afirmar es que esta fotografía ha removido millones de conciencias, que es algo que no se puede decir de muchas cosas, y que por terrible que sea, es una imagen indispensable para definir el mundo en que vivimos.
En cualquier caso, lo realmente terrible de esta imagen no es las circunstancias en que fue tomada, o si el fotógrafo hizo o dejó de hacer algo. Lo realmente terrible es que la foto es de 1993. Y hoy, trece años después, once millones de niños mueren cada año antes de cumplir los cinco años. Desde que usted empezó a leer este artículo, habrán muerto unos 200 niños. Sólo que ahora no hay ningún Kevin Carter para abofetear nuestras conciencias.
Una nota semioptimista: según cifras de la ONU sobre Darfur, actualmente la desnutrición en niños menores de cinco años es de un 13,9%, frente al 21,8% de 2004. Y el 72% de la población tiene acceso al agua potable, mientras que el año pasado tan sólo el 63% disponía de ese "lujo". Es un dato esperanzador, sobre todo teniendo en cuenta que a pesar de un frágil alto el fuego, la región ha sufrido un genocidio (ignorado, cuando no promovido, por el propio gobierno sudanés), que ha provocado más de 300.000 muertes y un millón y medio de desplazados desde 2003.
Un documental sobre el fotógrafo y la foto,
The Death of Kevin Carter: Casualty of the Bang Bang Club, fue nominado a los Oscars en 2006.
Los dos fotógrafos supervivientes del Bang Bang Club publicaron en 2000
The Bang-Bang Club: Snapshots from a Hidden War, un libro sobre sus experiencias (Grijalbo lo publicó en español en 2002, pero no lo he encontrado en la web).
Para saber más
El niño, el buitre y el cerdo, una reflexión sobre esta imagen (y otras dos) del escritor y ex vicepresidente de Nicaragua Sergio Ramírez.
Necesitamos más historias y más fotos [en]. Discurso de Jan Pronk, representante especial de las Naciones Unidas para Sudán, en el 50 aniversario del World Press Photo.
Entrada sobre Kevin Carter en la Wikipedia [en].
The life and death of Kevin Carter, artículo de la revista Time [en].
Nota sobre The Bang-Bang Club en DigitalFilmMaker.net [en]. Incluye un fragmento del primer capítulo, así como varias fotos del grupo.
The Ultimate in Unfair [en], una breve colección de artículos y comentarios sobre la foto, el fotógrafo, y el tema.
El suicida del Club Bang Bang (Kevin Carter). Artículo en el blog Suicidiario del suicidio y suicidas, con algunos enlaces de interés.
Ambition and a search for glamour and excitement were clearly part of Carter's makeup. But to go into that kind of danger over and over again requires a strong sense of mission or idealism.
Scott MacLeod, jefe de la oficina de Johannesburgo de la revista Time
URL de trackback de esta historia http://finaconfitura.blogalia.com//trackbacks/44757
16
|
De: jose |
Fecha: 2007-06-02 04:51 |
|
Quizás no hay fotografía más famosa en el mundo contemporáneo que aquella de Kevin Carter, con la que ganó el Premio Pulitzer en 1994, en la que un buitre vigila pacientemente a un niño agonizante de desnutrición en algún tramo del desierto del Sáhara, en Sudán. Nunca se ha dejado discutir sobre esa foto en los cónclaves de defensores de los derechos humanos y en las escuelas de periodismo, para buscar como dilucidar la posición ética del que tiene que informar. Se aprovecha del horror, o lo evita. Ahuyenta al buitre, o toma la foto.
Y hay otra, no menos dramática, tomada en las vecindades del volcán Casitas, en el occidente de Nicaragua, después de que el huracán Mitch devastarra el país en 1999. En el mar de lodo que quedó después del alud que bajó del volcán, el cadáver de un niño desnudo es acechado por un cerdo. Igual que el niño agonizante y el buitre, no hay nada más que ellos dos en la foto, el niño muerto y el cerdo. Con la memoria de esa foto cierro mi novela Mil y una muertes, que tiene por personaje precisamente a un fotógrafo.
Pero hay una última de este mismo año, que difiere de las anteriores. El fotógrafo Chris Anderson carga sobre sus espaldas a una anciana desvalida, para evacuarla de la aldea de Aitaroun, en el Líbano, que se halla bajo el fuego de la artillería israelita, mientras otra anciana camina trabajosamente a su lado. Aquí su opción fue distinta. Prefirió ayudar a la anciana que tomar su foto entre los escombros, abandonada a su suerte.
No es tan sencillo afirmar que se trata de dos propuestas contradictorias, una que es ética, y la otra no. Hay quienes dicen, para paliar la imagen de insensibilidad que pesa sobre el fotógrafo Carter, que tras conseguir la foto ahuyentó al buitre y sacó al niño del escenario, pero esto tampoco resuelve el problema. El gran debate regresa a su punto de origen, y tiene que ver con el papel de quien se halla en el lugar de los hechos para informar. Y tiene que ver también con el papel del artista frente a su modelo. ¿El buitre es el que está en la foto esperando la muerte del niño, o el buitre es el fotógrafo, un buitre profesional? El artista, que como ha dicho Vargas Llosa, vive de la carroña.
Flaubert defendía la absoluta neutralidad de ese artista que se topa de pronto con una composición plástica que le ofrece la propia vida, y no puede despreciarla. No opina sobre ella, no entra a hurgar en sí mismo acerca de la justicia moral de lo que contemplan sus ojos. Ve la oportunidad de consumar su papel de artista, nada más. Sólo ve "motivos o pretextos de la naturaleza rica en variedades de crueldad y maravilla, destinados al ojo".
En Mil y una muertes, Castellón, mi fotógrafo, oculto tras las cortinas de una ventana, retrata el cadáver de su hija y de su yerno que acaban de ser acribillados a tiros en la calle por la Gestapo, cuando están por ser conducidos al geto de Varsovia. El niño Rubén, su nieto, se ha quedado contra un muro, aturdido por el terror, y también sale en la foto.
La neutralidad, como generadora de arte, y por tanto de belleza, que derrota a los sentimientos, o los congela. Porque lo terrible también es bello, si es capaz de conmover. Si el artista ahuyenta al buitre, o al cerdo, y los saca de cuadro, no hay obra de arte. Si el anciano fotógrafo que atisba desde la ventana, baja corriendo al oír los disparos antes de tomar la foto, la magia de que es capaz el artista, desaparece.
Anderson se perdió de tomar la foto de una anciana desvalida entre las ruinas de lo que hasta hacía poco había sido su hogar, pero en cambio otro fotógrafo encontró su propia oportunidad al retratar a Anderson cargando a la anciana. La piedad, queda visto, también es bella, como lo es el horror. Pero es la piedad registrada por la cámara, que en términos de arte no existiría sin ese registro. Y más allá de la neutralidad que impide escoger entre tomar la foto o no tomarla, el grito de dolor de Castellón será, precisamente, esa foto. ¿No es ésa su manera de involucrarse?
¿Se trata entonces realmente de insensibilidad? ¿Quién dice que una imagen de esas, la del niño frente al buitre, o frente al cerdo, no va a ser multiplicada en todo el mundo, y tendrá consecuencias de advertencia acerca de los abismos de injusticia que en lugar de cerrarse, se abren cada vez más? Una foto es capaz de decirlo todo. El niño no representaría esa advertencia solo. Necesita a su lado al buitre.
La belleza siempre está contaminada, nada ocurre por separado. El cuchillo tiene un doble filo igualmente cortante, uno para la crueldad, otro para la compasión. "En el destrozado cementerio se veían esqueletos casi podridos mientras los árboles balanceaban sus frutos dorados encima de nuestras cabezas. ¿No sientes lo completo de esta poesía y cómo supone una gran síntesis?", dice Flaubert en una carta a Louise Colet.
El niño y el buitre, el niño y el cerdo. El padre frente al cuerpo de su hija asesinada. El olor de los azahares junto al olor de los cadáveres, el gusano en la rama florida, pero los dos filos en armonía dentro del todo que es el cuchillo mismo.
Al fin y al cabo, el artista no es responsable del horror. No lo produce. Y no puede dejar de hacer su oficio, que es registrarlo.
París, septiembre del 2006.
|